Para Antonio hacía días que había
perdido las ganas de no dormir, pensaba que estaba perdida la batalla contra el
sueño y la vigilia, ya que sabía que todo eran extrañas sensaciones, un día
cerraba los ojos y cuando los abría, ahí se encontraba, en el quirófano, la
misma doctora que le preguntaba si todo iba bien, que si sentía algo extraño en
la piernas; había ido hace casi dos meses atrás por una pequeña operación de
rutina: entraba a las ocho, salía a las diez y a las doce estaba comiendo en su
casa.
Así fue como
pasó en esa ocasión, él sabía que lo más complicado era la curación y no la
operación en sí, sabía que le venía encima una semana, o dos, de cama y hastío,
pero se lo tomó con calma; cuando llegó en la mañana comprendió la soledad e
impersonalidad de los hospitales, esos lugares donde la muerte danza
continuamente, pero al final su operación salió bien, se fue a casa y tuvo una
semana dura, fiebres y nauseas, sangrados y estupores, salpullidos, pero para
el día seis todo se había calmado por la noche, y él se sintió aliviado de que
al fin el infierno a posteriori hubiera terminado; cerró los ojos y se pasó una
de sus manos, por inercia, sobre la herida sintiendo las suturas sobre su piel,
y así cayó en sueño la penumbra del sueño.
Cuando abrió los
ojos se encontró de nuevo en el hospital, su cerebro rápidamente pensó en que
había perdido el conocimiento y que lo habían traído por una complicación de
urgencia, pero no fue así. Su mano sobre su piel no sentía las suturas, no se
atrevió a mirar, pero el tacto no le engañaba, no había cirugía, de nuevo la
frialdad del quirófano y entre recuerdos le pareció vivir la misma operación,
la anestesia, los residentes, hasta el cirujano que se acercaba y le enseñaba
el pedazo que le quitaron, todo era igual, hasta el aroma a anestesia; salió de
la operación y ahí estaba su familia y su novia, pero faltaban sus amigos, eso
sí había cambiado, sus amigos en esta ocasión no estaban, se habían esfumado.
Y todo ocurrió
otra vez, no poder dar más allá de tres pasos, no poder caminar, que su papá le
cargue y lo lleve al carro para irse a casa, que el dolor pasé, transcurran
seis días y con la calma de sobrellevar la convalecencia, el vuelva a quedar
dormido y su mano otra vez se pase sobre las suturas sobre su piel, cierre los
ojos y al abrirlos y mover su mano sentir otra vez las suturas, pero hay un
frio extraño, una soledad impersonal.
Antonio abre
los ojos y se haya en el hospital, en la sala de recuperación, es su novia
quien está a su lado y le pregunta que cómo se siente y si ya puede mover sus
piernas. Él contesta que sí, pero se le empieza a formar una mirada extraña,
sabe que es la tercera vez que lo operan, sabe que a continuación saldrá y su
papa lo llevara al coche y se ira a la casa a que le pase el dolor. Así fue,
sólo que en esta ocasión, además de que no estaban sus amigos, sus hermanas,
que le habían ayudado en las semanas pasadas, sólo quedaron tres días, los
otros días él tuvo que levantarse a prepararse la comida, adolorido y dopado.
Era el día seis
y la paciencia que antes le acompañaba, ahora lo había abandonado y el insomnio
no lo dejaba descansar; agotado, por llevar los últimos días su recuperación solo, cayó sobre su cama y al
despertar estaba otra vez sobre el quirófano, lo había despertado el cirujano y
le pedía pujar, él no podía, estaba la mitad de su cuerpo anestesiado, después
vio como lo llevaban a recuperación y esta vez entro su mamá, extraña le
pareció que la viejecita estuviera ahí, hace años que no la veía, traía un
talante sombrío y ella le dijo que nada más que se sintiera mejor podrían
partir, que ya estaba el taxi afuera esperándoles. Cuando pregunto por los
demás: la novia, los amigos y el papá, la mamá le dijo que no se habían podido
quedar, que tenían una vida muy ajetreada y debían atender sus cosas.
Antonio y su
mamá llegaron a su casa, ella lo dejó sobre la cama y se fue. Él cayó rendido,
el dolor de la cirugía lo mataba, no podía creer que estaba solo cuando hace
unas horas le habían hecho una cirugía, sin embargo, ya tenía maña para pararse
tras las operaciones semanales, ya sabía qué tipo de dolores le venían en cada
momento. Al tercer día como pudo se paró, el hambre lo atacaba y notó que ahora
su casa también era fría y solitaria como los hospitales, aunque la suya estaba
llena de polvo; se sentía adolorido y olvidado. En fin, pensó, tal vez así son
las recuperaciones.
Pasaron los
días, hasta el sexto, y otra vez el miedo y el insomnio que tanto lo hacía
dudar: ¿Podré dormir esta vez? ¿Mañana despertaré en la casa o en el hospital?
Cerró sus ojos para averiguarlo y cuando despertó se encontró en la camilla
rumbo a la sala de recuperación, sentía frio. La enfermera le daba unas
indicaciones, le preguntaba el nombre de sus familiares. Nadie venia, estaba
solo; la enfermera sintió pena y le hizo compañía por unos minutos; a las horas
ya podía dar unos pasos y lo sacaron a la calle.
No había taxis
y como pudo tomó un camión, tras horas de camino llego a su casa, hacía tiempo
que no veía la fachada, ya habían transcurrido diez o doce operaciones, ahora
la fachada era blanca y verde, aunque por el cansancio decidió no reparar mucho
en eso. Metió la llave en la puerta y no giraba, hizo más fuerza y seguía sin
girar, sacó la llave, le sopló y trató de volverla a abrir, no giraba, sacó
fuerza y entre lágrimas y coraje la puerta cedió; cuando entró notó dos cosas:
que faltaban algunos muebles y que los que estaban, estaban llenos de polvo,
además de que percibió un extraño calor que le recorría el cuerpo. Los puntos,
la sutura, por la fuerza de abrir la puerta, se habían roto; ahora sangraba, se
fue a su cama y cayó cansado sobre un colchón sucio, sin sabanas, ni colchas,
ni almohadas. Así quedó dormido por tres días, y al despertarse vio su casa
vacía, ya no estaban ni los muebles sucios; sólo él sobre su colchón en el
suelo.
El hambre lo
atormentaba, pero a dónde ir, con qué dinero, en qué lugar conseguir comida;
así paso el tiempo acostado hasta que el sol se metía y daba vueltas por encima
de su cabeza por otros tres días. Al sexto ya no sentía miedo ni preocupación,
ya lo habían operado tantas veces que ya sabía la rutina de sus andanzas. Cerró
los ojos y cuando los abrió se halló bajo el cobijo de unos cartones sueltos
debajo de la escalera de un puente peatonal. Sabía que lo habían operado otra
vez, pero ahora no tenía idea de cómo había llegado ahí. Se limitó a descansar
hasta el tercer día y al cuarto fue a donde estaba su casa, pero nunca la
encontró. Las calles ya no estaban donde debían de estar, y él, hambriento,
empezó a buscar en la basura, no encontró nada.
Su ropa estaba
sucia de sangre de la ocasión pasada, se miró en el espejo de un coche y vio
que tenía la barba larga, los cabellos un lío, y las uñas largas y sucias. Así
vagó por dos días más, hasta el sexto, donde una vez más posó su tacto sobre lo
frío de las suturas y durmió tranquilo.
Cuando intentó
abrir los ojos se encontró en un cuarto que se asemejaba a un quirófano, sólo
que no había doctores, no había nadie, era un cuarto muy frío, solo y
silencioso. Trato de mover su mano para saber si ya lo habían operado o apenas
lo iban a operar. Pero cuál fue su sorpresa, no podía moverse ni cerrar los
ojos, quería gritar, sentía que se asfixiaba, ya no quería que lo operaran una
vez más pero no podía hacer nada, trato de calmarse y escucho una voz, era la
voz de su viejecita madre que decía a lo lejos: – yo vengo por él, ya sufrió
demasiado – . Había otra voz más cercana, vio al cirujano que se acercaba y
decía – hora de muerte 03:06 –, y así fue como sintió que le cerraban los ojos.
Nunca más los volvió abrir.

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